A sus 10 años de edad, Marta Ruiz
podía presumir de la colección más sensacional de canicas de todo su colegio.
La cuestión no era tener muchas, sino conseguir aquellas más especiales, esas con
las que nadie más contaba. Eran un total de 14 canicas, todas ellas diferentes.
Tenía varias favoritas en su colección con las que no le gustaba jugar, pues
las veía como pequeñas y redondas formas de arte, dignas de mención especial y a
su vez mini-artículos de coleccionista.
Su favorita era un poco más
grande de lo normal. Del tamaño de un grano de uva. A simple vista era negra,
pero cuando la ponía al sol de ella lucían pequeños destellos morados. También
tenía otra de tamaño anómalo, pero esta otra destacaba por su pequeñez. Era
blanca nacarada y con incrustaciones en piedra de todos los colores. Había otra
que parecía una más, cristal transparente con las típicas ondas interiores de
colores varios, pero Marta podía diferenciarla entre un millón pues fijando un
poco la vista se veía que el azul claro y el oscuro que la dominaban sus ondas
se mezclaban entre sí como un error perfecto.
Un día jugando con sus amigos,
Clarita le preguntó por esas tres canicas con las que nunca jugaba. Le dijo que
se jugaba todas sus canicas a cambio de esa “azulita” tan rara. Al principio
dudó... mucho que perder... tanto que ganar. La colección de Clarita no estaba
mal, eran todas muy bonitas e incluso algunas de esas bolitas de cristal las
reconoció como suyas en otro tiempo, antes de perderlas en una de esas partidas
de recreo. Claro que Marta había ganado muchas más y decidió jugar para
intentar tener de nuevo esas viejas canicas en su saquito. Pero perdió, y así
es como con cara triste se tuvo que despedir de “azulita”.
Esa misma tarde en el parque, sin
ganas de jugar con sus amigos, se quedo en un rincón y sacó del saquito de
terciopelo sus canicas especiales, la blanca y la negra. Mirándolas se dijo a
si misma que mientras tuviera esas 2 canicas no se acordaría de “azulita”, y
que seguro que Clarita la guardaría bien.
Pero de repente oscureció y
empezó a llover muy fuerte. La pequeña bolita de nácar calló a la tierra y
enseguida se hundió. Ella intentó buscarla pero su abuela le tiraba del brazo
para ir a casa así que cogió su pequeña gran bola negra y se fue corriendo. A
la mañana siguiente, con el sol en lo alto, volvió al mismo lugar en el parque
para buscarla, pero ya era tarde. Su canica blanca debía estar ya muy lejos de
ella.
Los días siguientes tuvo tanto
miedo de perder su última canica especial que no la sacaba de su saquito para
nada. Sólo le quedaba esa y no quería perderla por nada del mundo.
Un buen día, su hermana pequeña
entró en su cuarto mientras ella no estaba y volcó todas sus canicas en la
cama. Cogió con sus deditos aquella gran canica y la puso a la luz. Marta vio
como su canica negra reflejaba de nuevo esos matices morados que hacía tanto
que no veía por miedo a sacarla, así que se acercó a su hermana y le preguntó
si le gustaba. Cloe con una sonrisa en la cara le dijo que nunca había visto
una bolita morada como aquella. Ni Marta tampoco.
Ella siempre había considerado
que la canica era negra, y que era el sol quien la volvía morada. Miró a su
hermana y le dijo que la canica era suya, por haber visto en ella su verdadero
color. Y Cloe se la llevó a su cuarto la mar de contenta. Marta nunca se había
dado cuenta de su color real, y fue así como supo que no le pertenecía.
Y ésta es la historia de Marta y
sus canicas y de cómo hoy, muchos años más tarde, las recuerda como sus 3 joyas
redondas, que aún sin estar en sus manos siguen siendo dignas de mención
especial.
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