martes, 28 de septiembre de 2010

Vacío

Llego a la estación aún de madrugada y sólo me espera un andén solitario. Pensé que estarías esperándome con un café caliente en vaso de cartón de esos para llevar que sirviera para quitarme de encima este horrible cansancio.
Bajo del tren cargado con mis maletas dejando en él parte de mi ilusión. Me siento en uno de esos incómodos bancos metálicos a esperar. Quizás te has dormido y por eso llegas tarde, o tal vez quieres que me crea tu contestación a mi e-mail diciendo que no vas a venir.

Una hora. Dos horas. Cinco.

La estación empieza a despertar con el ajetreo de gente que va de un lado a otro con sus maletas, sus mochilas o sus familiares y amigos.
Las lágrimas de despedida, los estrechones de manos, los abrazos perpetuos... me hacen recordar nuestro último abrazo que me parece tan lejano como mi felicidad. Vuelvo a sentir aquella sensación de no poder soltarte (o más bien de no querer). Tu silencio que decía tanto... hablaba de pena, de equivocaciones, del error que cometí.

Cogí un autobús cruzando la ciudad y otro más para llegar a tu casa. Llamé a tu puerta pero no hubo más respuesta que un silencio arrollador. El vacío empezaba a apoderarse de mi. Fui a casa a dejar las maletas y salí tan rápido como pude. El confort que me ofrecía mi familia me quemaba por dentro y me resultaba cuanto menos inmerecido.

Los días siguientes al choque con la realidad decidí salir de casa antes de que mi familia se levantara a desayunar. Aún con el sol escondido entre los edificios para que el amanecer no mostrara mis enrojecidos ojos por nocturnas lágrimas de culpabilidad. Porque realmente soy culpable, te hice daño dejándote así y no me lo perdonaré.

Voy a aquellos lugares a los que solíamos ir a reconstruir solo aquellos momentos que poco a poco empezaban a conformar esa rutina que algunos odian y a mi me gusta tanto. Sentado en la misma mesa, en la misma silla, giraba la cabeza cada vez que sentía unos pasos acercándose. Pero ningunos eran tuyos. Los helados sabían amargos y las series cómicas que empezamos a ver acurrucados en tu sofá me parecían una sátira hacia mi persona del peor gusto.

Pero hoy me siento a escribir por segunda vez lo ciego que estuve. No sé si leerás la carta que envié, ni si me perdonarás alguna vez. Sólo sé que seguiré aquí sentado, escuchando con los cascos (como tú lo solías hacer) mi canción favorita que por desgracia hoy tiene más sentido que nunca, girando la vista cada vez que mi imaginación quiera traicionarme con una punzada de dolor. Por si algún día apareces para abrazarme como aquel día, por si algún día decides que no quieres que aquella sea nuestra última vez.

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